sábado, 14 de junio de 2014

EL OCASO DEL ARQUERO


EL OCASO DEL ARQUERO (In Memoriam de mi esposo)
2° aniversario)



Si él no hubiera sido arquero, tenga la seguridad de que jamás hubiera conocido a Silvia  Ciudadana,  quien aún no había aprendido a sustraerse a la realidad que limita, pisotea, que escamotea ideales. Para entonces ella vivía en un edificio con cancha de fútbol y desde el balcón del piso 12 donde estaba ubicado su apartamento, tenía una tribuna que ya hubiera querido el médico Ochoa.

Allí se libraban los más fieros combates entre hombres con perfecto capital esquelético; se cambiaban frente al público, así que Silvia  Ciudadana aprendió cómo se ponían los suspensorios –era lo primero-, después la pantaloneta, y a continuación mínimo tres pares de medias; los guayos eran los penúltimos y por el ceremonial para chantárselos podía adivinar cuánto esfuerzo monetario le habían costado a cada uno de los gladiadores, por su aspecto podía pronosticar si habían sido debidamente trajinados, y por tanto, tenían un valor agregado que jamás poseería el balón, porque se juega con uno cualquiera, pero jugar bien, lo que se dice bien, sólo se logra con unos guayos que se hayan adaptado a cada callo de cada pie, a cada centímetro de la piel que los forra. Para el final quedaba siempre el ritual de la camiseta, esa prenda que es confeccionada con predeterminados colores que la hacen bandera, y que ondea en el campo a mínimo cincuenta kilómetros por hora, por ella hasta han asesinado a seguidores de un equipo; y sé que muchos hombres ya abuelos conservan varias (y las guardan con el sudor del último esfuerzo, como los guerreros hacen con sus trofeos).

Una mañana de domingo, el único de la semana en que podía levantarse tarde, a Silvia  Ciudadana la  despertó una gritería aderezada con aplausos, se asomó a la tribuna y vio que muchos hombres y pocas mujeres estaban situados a los costados del arco que cuidaba un ser que casi no se veía estando de lado; tenía puesta una cinta en la frente y unas mechas de pelo castaño le colgaban por todos lados, en su atuendo usaba  los colores de que disponen los papagayos, y estaba estático como una araña esperando en su tela; Silvia  Ciudadana abarcó con la mirada el área de las dieciocho y supo que se disponía a tapar un penalti ¡lo tapó! a tal velocidad y a tal altura que esa secuencia captada en su totalidad llegó a formar parte de su acervo de asombro.

El hombre-arquero, era casi un adolescente, no era caleño, por tanto no sabía bailar salsa, no conocía las proclamas de Rubén Blades que sudaban a toda velocidad  los nativos de la ‘Sucursal del Cielo’, no sabía lo que significaba comer sartas de pandebono y café con leche al desayuno, ni por qué se vendían chontaduros por todas las calles y plazas.

Se volvió célebre el arquero aquel, en el edificio, y en casi todas las canchas donde jugaban fútbol los más tesos, le pusieron un remoquete de otro famoso, pero argentino: Gatti, y muchos muchachos del norte de Cali (que eran el terror de todos los oncenos de la ciudad, por su calidad)  lo querían en su equipo; renombrados fueron  Areiza, Álvaro Muñoz Castro, Tocayo Ceballos, Armando Manrique, Juan Betancourt, Pepe Bolaños,  Héctor Fabio Ceballos, El ‘Mono’ Laureano, el ‘Muñeco’ Montes.

Un día se apareció Gatti por la fábrica de transformadores de don Luis Enrique Cruz, donde trabajaba Silvia  Ciudadana, la mujer de la tribuna, joven y con algunos atributos que saltaban a la vista, él quería que don Enrique, Bonifacio para sus amigos, le colaborara para arreglar las canchas, así que mientras miraba uno que otro tubo de hierro, le echaba ojeadas a Silvia Ciudadana, que mostraba todo el esplendor de su juventud metida en una oficina a mirada abierta: muchas ventanas de vidrio. Desde ese día se dedicó Gatti a cortejarla, pero ella tenía otras perspectivas y algunas obligaciones, por tanto, pasaron años antes de que el acaso los reuniera.

Y cuando eso sucedió, transcurridas unas semanas, Silvia  Ciudadana se dio cuenta de lo imprudente que es pasar a ser parte pasiva de la rutina de un jugador de balompié…se convirtió en una de las miles de viudas del fútbol -y para hacer más llevadera su existencia le acompañaba algunos fines de semana a los partidos-, se aprendió todos los reglamentos, le hacía barra, captaba los errores del equipo, recibió balonazos en el rostro, aguantó hambre, frío, zancudos, junto a otras mujeres en las mismas circunstancias, le llevó agua, paletas, le lavó los uniformes; pero jamás logró que la contemplara con el fervor con que observaba los partidos; o que la oyera con el oído despierto y el ánimo exaltado con que escuchaba a los narradores deportivos o a sus compañeros de oficina o de juego –que lo mismo son, pues un futbolista jamás será un ejecutivo a ultranza-.

Han transcurrido extensos años, y en ellos fueron quedando retazos físicos y mentales de los personajes; Gatti jamás logró ser el más grande arquero del mundo, como se sentía predestinado (sus ojos lo declararon fuera de lugar), pero siguió tapando, con lentes de contacto, cada fin de semana durante treinta años consecutivos, porque su esqueleto y su temple jamás perdieron estatura.

Silvia  Ciudadana, exiliada de sus costumbres,  sus errores,  amigos, familia; de su ciudad de brisa y sol, movimiento, ritmo y sabor; se refugió en la maternidad, en la literatura y en la cocina. 

Ahora los dos son como un terreno de fútbol en invierno: no se usa para que no se deteriore, especialmente (dice el arquero) en el área de las 5.50;  no se riega porque no hay necesidad,  nadie lo mira porque no lo puede usar, de vez en cuando se le quitan los rastrojos para que no se afiancen; la juventud está ausente con sus gritos y giros impredecibles; y ellos solos, los hijos ya no están, cada uno hace lo que quiere: Gatti habla todo el día en la radio, en la universidad, en los foros; mira por la televisión por cable a los mejores jugadores del mundo, lo extraño es que a veces se queda dormido.

Silvia  Ciudadana le cocina en silencio, limpia en silencio, recapacita y escribe en silencio para cualquiera de los que apenas empiezan a jugar el primer tiempo de su vida, y deja un legado: “…no cuelguen los guayos jamás, porque a la vida hay que domarla, cabalgarla, driblarla, manejarla por la izquierda, por la derecha, hay que ubicar a los compañeros de equipo, y a los contrarios;  y existe sólo una meta: al arco contrario hay que hacerle goles, porque la satisfacción es para los que persisten en el juego de la vida, pero limpio, señores, como dice la canción ‘Cuatro Puertas: “Juega con tus cartas limpias en el juego de la vida, que al morir nada te llevas, vive y deja que otros vivan….”.

En la última página de su último libro, Silvia  Ciudadana consigna: “Pero mientras tanto (la parca espera) usted, hombre en el segundo tiempo de la vida, asista a los estadios cada domingo, o vea los partidos por televisión, lea las páginas deportivas y haga apuestas con los ‘muchachos’ con más de medio siglo de existencia, tal como ahora hace Gatti en el ocaso exquisito de su vida; pero sobre todo, gánese una compañera que posea uno de éstos dos requisitos: o que sea muy inteligente, o lo suficientemente bruta”.

FINAL, FINAL (por ahora) El arquero murió, por el sistema de salud instaurado en Colombia, https://es.answers.yahoo.com/question/index?qid=20080808150543AAIzq5S (Álvaro Uribe Vélez y sus secuaces fueron los proponentes) y por negligencia de la Nueva EPS, es otra historia que me falta por narrar, cuando el terrible dolor por su ausencia definitiva se mitigue.
@yastao

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