Para terminar los estudios debía
asistir a clases en mi antiguo colegio, en la ciudad blanca y dorada, me iba en
bus, qué cambio, me gustó, miraba la gente que se subía y la analizaba
despiadadamente desde la punta del zapato hasta el aura que emanaba, casi
adivinaba lo que engulló deprisa en el desayuno, casi sabía que en su casa no
había toallas limpias, que el jabón de baño lo encontraba con lupa, por la
forma de poner los píes sabía si sentía vergüenza de sus zapatos torcidos y
remontados, por la manera de mirar por la ventanilla sabía si era feliz o si
era un desgraciado.
Posteriormente me di cuenta que
equivocarse de bus significa sumergirse en la locura, él por qué, aún no lo sé,
pero intuyo que el desprevenido ser que está acostumbrado a mirar un mismo
paisaje durante cuatro veces diarias,
seis días a la semana, puede pensar lo que quiera, tiene la certeza de que el
paisaje lo llevará a sitio conocidamente seguro, así se duerma, cuando
despierte sabrá exactamente dónde está.
Pero si se equivoca de bus la cosa
tiene ribetes dramáticos, al comienzo nota que la gente no es la misma de siempre, pero piensa que
todos se levantaron tarde o algo así, se abstrae y cuando mira a su alrededor y
busca el inconfundible paisaje, se siente perdido, casi desea dar gritos de
terror, con gran esfuerzo se domina y le pregunta al que va al lado, este bus
para dónde va, cuando le da la ruta es Troya, el ciudadano hace que paren el
bus los más rápidamente posible y se baja en un punto flotante de luz y casas
desconocidas, mira a lado y lado con terror creciente y empieza a desesperar
porque llegará tarde por primera vez en cinco años.
Mientras tanto, sus zapatos se han
ensuciado, el pelo está en desorden, no sabe cómo pero sus ropas empiezan a
tener el aspecto sucio y desgreñado de un refugiado. El colmo de la desgracia
es cuando comienza a llover a cántaros y no hay en donde guarecerse, no pasan taxis, y si pasan están ocupados, o
usted no tiene más que el valor del pasaje, pero en otro bus.
Cuando llegue a su casa tarde en la
noche, sin almorzar, con el alma en vilo porque de pronto lo echen del trabajo,
y encima nadie le cree que se equivocó de bus y por eso no fue a la oficina ni
a almorzar, para rematar, le dicen que no le guardaron comida porque se
imaginaron que siendo tan tarde ya debería haber comido por fuera.
Entonces usted decide no volver a
distraerse cuando se monte en un bus, así parezca un tonto, verificará siempre
la ruta como si la vida le fuese en ello, y si alguien le pregunta en el bus que
para donde va, mire directamente a los ojos de la víctima y dígale: “No se baje,
termine la ruta y regrese donde cogió ésta,
es lo más seguro” ¿cierto?
EL
BUS Y LOS ENAMORADOS
Ella se subía al bus en la mañana y
todos pensaban que el día valía la pena
vivirlo sólo por ver tanta maravilla junta. Tenía una belleza de ángel, tanta,
que nadie podía dejar de mirarla en todo el trayecto, al bajarse del bus, el
chofer esperaba que la vieran por espacio de medio minuto aproximadamente.
Al regreso hasta el paradero del bus,
todos los seres adquirían formas idénticas, como de lobos con el cuello larguísimo
y los ojos desorbitados, la boca anhelante. No sé si era consciente de que a su
paso todo se detenía, bueno, en ese tiempo creo que no, más adelante sí que lo
sabía y lo aprovechaba.
Había un muchacho del barrio La Campiña que corría a velocidades pasmosas para
alcanzar el bus donde ella viajaba. Recuerdo un día que lo dejó, cuando
llegamos a la antigua estación del tren él estaba esperando ahí, jamás sabré a
qué velocidad se desplazó, sólo sé que ese día se estableció una marca
imbatible en atletismo.
Pobre Orlando, creo que así se
llamaba, era bello pero tenía la desgracia de vivir en un barrio obrero y
eso mi hermana jamás se lo perdonaría. Yo sí, le perdonaría todo con tal de ver tanta belleza junta: piel
morena como el cobre, cabello suave y
liso que le caía sobre los ojos negros más bellos que he visto, dientes
perfectos, casi tanto como los de mi hermana, siempre vestía jeans desteñidos muy apretados, camisa blanca remangada
casi hasta el hombro, a mí particularmente me encantaba tal desparpajo.
Desde entonces me empezaron a gustar
los muchachos que se enamoraban de ella, yo no era su enemiga, no podía
competir contra tanta belleza, era yo el ángel de la guarda que la libraba de
las maldades mundanas.
Vuelvo al bus, copa repleta de
pensamientos. Cuando te desplazas en él arreglas los problemas de tu casa, de
tu patria y de tu continente con un gesto de impunidad que te confiere el ser pasajero que no puede ser interrumpido
en sus observaciones minuciosas de las edificaciones grises, de las caras
grises, de los carros negros, de las calles sucias, de los avisos comerciales
tan idénticos siempre, que cuando surge alguno nuevo los lees casi con
devoción.
Los locos no pueden montar en bus. Te
explicaré por qué: casi siempre cogen el que no es y se pierden por un tiempo
indeterminado en el espacio tiempo de otros seres. No entienden los avisos, los
tonos de los vestidos de los pasajeros les confunden aún más. Así que al
alterarse la rutina de los colores, su mente se pierde de la impunidad que le
confiere la rutina y lo obliga a mirar el entorno con el desespero de un niño
perdido entre la multitud. Aconsejo a las personas predispuestas a la locura
que lean muy bien el destino del bus, así se evitarán entrar al laberinto, es
posible que se pierdan por unos cinco mil años tratando de encontrar el camino
a la fortaleza de su alma.
EL PSIQUIATRA INTERPRETA
Aquí observo con nitidez que el poder ser parte de la colectividad le marcó la capacidad de
análisis, no dejando por ello de desvariar e inventar historias sobre todos los
personajes que abordaban su vida.
Algunos de sus comentarios sobre este
medio de transporte nos lleva a la certeza de que su espíritu divagaba casi constantemente, es posible que sintiera
algunos complejos de inferioridad, pero sintiéndose eterna ante sí misma,
aprendió a manejar su ego desde adentro para más adentro, no dejando resquicio
por el que alguien pudiera entrar.
@yastao