EL OCASO DEL ARQUERO
Por Silvia Betancourt Alliegro
Si él no hubiera sido arquero, tenga la seguridad de
que jamás hubiera conocido a Silvia Ciudadana, quien aún no había aprendido a sustraerse a
la realidad que limita, pisotea, que escamotea ideales. Para entonces ella vivía
en un edificio con cancha de fútbol y desde el balcón del piso 12 donde estaba
ubicado su apartamento, tenía una tribuna que ya hubiera querido el médico
Ochoa.
Allí se libraban los más fieros combates entre hombres
con perfecto capital esquelético; se cambiaban frente al público, así que Silvia
Ciudadana aprendió cómo se ponían los
suspensorios –era lo primero-, después la pantaloneta, y a continuación mínimo
tres pares de medias; los guayos eran los penúltimos y por el ceremonial para
chantárselos podía adivinar cuánto esfuerzo monetario le habían costado a cada
uno de los gladiadores, por su aspecto podía pronosticar si habían sido
debidamente trajinados, y por tanto, tenían un valor agregado que jamás
poseería el balón, porque se juega con uno cualquiera, pero jugar bien, lo que
se dice bien, sólo se logra con unos guayos que se hayan adaptado a cada callo
de cada pie, a cada centímetro de la piel que los forra. Para el final quedaba
siempre el ritual de la camiseta, esa prenda que es confeccionada con
predeterminados colores que la hacen bandera, y que ondea en el campo a mínimo
cincuenta kilómetros por hora, por ella hasta han asesinado a seguidores de un
equipo; y sé que muchos hombres ya abuelos conservan varias (y las guardan con
el sudor del último esfuerzo, como los guerreros hacen con sus trofeos).
Una mañana de domingo, el único de la semana en que
podía levantarse tarde, a Silvia Ciudadana
la despertó una gritería aderezada con
aplausos, se asomó a la tribuna y vio que muchos hombres y pocas mujeres estaban
situados a los costados del arco que cuidaba un ser que casi no se veía estando
de lado; tenía puesta una cinta en la frente y unas mechas de pelo castaño le
colgaban por todos lados, en su atuendo usaba los colores de que disponen los papagayos, y
estaba estático como una araña esperando en su tela; Silvia Ciudadana abarcó con la mirada el área de las
dieciocho y supo que se disponía a tapar un penalti ¡lo tapó! a tal velocidad y
a tal altura que esa secuencia captada en su totalidad llegó a formar parte de
su acervo de asombro.
El hombre-arquero, era casi un adolescente, no era
caleño, por tanto no sabía bailar salsa, no conocía las proclamas de Rubén
Blades que sudaban a toda velocidad los
nativos de la ‘Sucursal del Cielo’, no sabía lo que significaba comer sartas de
pandebono y café con leche al desayuno, ni por qué se vendían chontaduros por
todas las calles y plazas.
Se volvió célebre el arquero aquel, en el edificio, y
en casi todas las canchas donde jugaban fútbol los más tesos, le pusieron un
remoquete de otro famoso, pero argentino: Gatti, y muchos muchachos del norte
de Cali (que eran el terror de todos los oncenos de la ciudad, por su
calidad) lo querían en su equipo;
renombrados fueron Areiza, Álvaro Muñoz
Castro, Tocayo Ceballos, Armando Manrique, Juan Betancourt, Pepe Bolaños, Héctor Fabio Ceballos, El ‘Mono’ Laureano, el
‘Muñeco’ Montes.
Un día se apareció Gatti por la fábrica de
transformadores de don Luis Enrique Cruz, donde trabajaba Silvia Ciudadana, la mujer de la tribuna, joven y con
algunos atributos que saltaban a la vista, él quería que don Enrique, Bonifacio
para sus amigos, le colaborara para arreglar las canchas, así que mientras
miraba uno que otro tubo de hierro, le echaba ojeadas a Silvia Ciudadana, que mostraba todo el esplendor de
su juventud metida en una oficina a mirada abierta: muchas ventanas de vidrio.
Desde ese día se dedicó Gatti a cortejarla, pero ella tenía otras perspectivas
y algunas obligaciones, por tanto, pasaron años antes de que el acaso los
reuniera.
Y cuando eso sucedió, transcurridas unas semanas, Silvia
Ciudadana se dio cuenta de lo imprudente
que es pasar a ser parte pasiva de la rutina de un jugador de balompié…se
convirtió en una de las miles de viudas del fútbol -y para hacer más llevadera
su existencia le acompañaba algunos fines de semana a los partidos-, se
aprendió todos los reglamentos, le hacía barra, captaba los errores del equipo,
recibió balonazos en el rostro, aguantó hambre, frío, zancudos, junto a otras
mujeres en las mismas circunstancias, le llevó agua, paletas, le lavó los
uniformes; pero jamás logró que la contemplara con el fervor con que observaba
los partidos; o que la oyera con el oído despierto y el ánimo exaltado con que
escuchaba a los narradores deportivos o a sus compañeros de oficina o de juego
–que lo mismo son, pues un futbolista jamás será un ejecutivo a ultranza-.
Han transcurrido extensos años, y en ellos fueron
quedando retazos físicos y mentales de los personajes; Gatti jamás logró ser el
más grande arquero del mundo, como se sentía predestinado (sus ojos lo
declararon fuera de lugar), pero siguió tapando, con lentes de contacto, cada
fin de semana durante treinta años consecutivos, porque su esqueleto y su
temple jamás perdieron estatura.
Silvia Ciudadana, exiliada de sus costumbres, sus errores,
amigos, familia; de su ciudad de brisa y sol, movimiento, ritmo y sabor;
se refugió en la maternidad, en la literatura y en la cocina.
Ahora los dos son como un terreno de fútbol en
invierno: no se usa para que no se deteriore, especialmente (dice el arquero)
en el área de las 5.50; no se riega
porque no hay necesidad, nadie lo mira
porque no lo puede usar, de vez en cuando se le quitan los rastrojos para que
no se afiancen; la juventud está ausente con sus gritos y giros impredecibles;
y ellos solos, los hijos ya no están, cada uno hace lo que quiere: Gatti habla
todo el día en la radio, en la universidad, en los foros; mira por la
televisión por cable a los mejores jugadores del mundo, lo extraño es que a
veces se queda dormido.
Silvia Ciudadana le cocina en silencio, limpia en
silencio, recapacita y escribe en silencio para cualquiera de los que apenas
empiezan a jugar el primer tiempo de su vida, y deja un legado: “…no cuelguen
los guayos jamás, porque a la vida hay que domarla, cabalgarla, driblarla,
manejarla por la izquierda, por la derecha, hay que ubicar a los compañeros de
equipo, y a los contrarios; y existe
sólo una meta: al arco contrario hay que hacerle goles, porque la satisfacción
es para los que persisten en el juego de la vida, pero limpio, señores, como
dice la canción ‘Cuatro Puertas: “Juega con tus cartas limpias en el juego de
la vida, que al morir nada te llevas, vive y deja que otros vivan…, en el juego
de la vida, cuatro puertas hay abiertas..”
En la última página de su último libro, Silvia Ciudadana consigna: “Pero mientras tanto (la
parca espera) usted, hombre en el segundo tiempo de la vida, asista a los
estadios cada domingo, o vea los partidos por televisión, lea las páginas
deportivas y haga apuestas con los ‘muchachos’ con más de medio siglo de
existencia, tal como ahora hace Gatti en el ocaso exquisito de su vida; pero
sobre todo, gánese una compañera que posea uno de éstos dos requisitos: o que
sea muy inteligente, o lo suficientemente bruta”.
FINAL, FINAL (por ahora) El arquero murió, por
negligencia de la Nueva EPS,
es otra historia que me falta por narrar, cuando el terrible dolor por su ausencia definitiva se mitigue.
@yastao
Que hermosa historia. Que bella forma de ver el fútbol como parte de la vida. Que linda forma de amar a alguien incorporándolo a tu propia vida con sus pasiones. ¿Es tu propia historia?
ResponderEliminar@luisfo1951 en Twitter
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Eliminar!Que bella historia bosquejada por tu puño narrativo ,por tu digitar sensitivo ,Silvia, el paso amoroso por las canchas de la vida y el destino no deseado para una figura en el arco de aquella ciudad Sultana y romántica. ACC
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