¿QUÉ PASA CON LOS MUERTOS QUE NADIE RECLAMA? (Ensayo)
Por Silvia Betancourt Alliegro
Ahora, en le plenitud de mis años dorados, me asomo a la perspectiva de que
soy mortal por vez primera y plenamente.
Me acerqué de un solo tajo, en el descarnado ensayo de Alfredo Molano
Bravo, titulado ‘¿QUÉ PASA CON LOS MUERTOS QUE NADIE RECLAMA?’
Todo transcurre en el Instituto de Medicina Legal en Bogotá, Colombia;
donde la muerte violenta
es soberana y por tanto los cuerpos sacrificados en aras de sobrevivir cada día con su afán deben ser explorados
para poder expedir el certificado de defunción que explica en qué órgano del
cuerpo se ensañó la bala o la puñalada que acabó con el
rebusque del occiso; para entregar el cuerpo con el referido documento que hace
posible su sepelio en un cementerio
privado donde le esquilman cada centavo a los deudos. Hay que aclarar que
cuando no reclaman el cadáver – muchos no son reclamados por su famlia por
imposibilidad económica- toma otros rumbos que si me queda algo de arrestos detallaré más adelante.
“Los sacan de las bolsas, vienen con las manos envueltas en mitones. Lo
reciben legalmente y a cada uno le asignan un número en una tarejta que cuelgan
del dedo gordo y que lo acompañará aún dentro de la
lápida si no es reclamado”.
“Detrás descubrí un afilador de cuchillos amarrado a una cadena, entré
en pánico. Sentí que las piernas se me volvían de algodón, y así, abruptamente,
oímos todos -y todos nos miramos- una sierra eléctrica aserrando el cráneo del
que estraían unas balas”.
“Alguien preguntó, no sé a quién, si a un fulano “ya lo habían
esculcado”, es decir, si ya, con permiso o no de los familiares, le habrían
extraído las córneas, o un fémur con destino a uno de los bancos de órganos que
existen. En mi angustia olvidé preguntar si los órganos sanos que son aptos de
una segunda oportunidad los vendían o los regalaban”.
No puedo seguir leyendo, tomo el segundo ensayo que debo leer para
apropiarme, su título no es más apaciguador: ‘EL TERROR DE LA MUERTE’.
Los primeros párrafos me sitúan en una atmósfera de entretenimiento colectivo contemporáneo: El
Gran Hermano, título tomado del libro George Orwell 1984, que no tiene nada en
común con lo que nos transfiere el creador del ‘reality’ (tele realidad) - en el que sitúan dentro de una casa a varias
personas de ambos sexos para que compitan por un premio en dinero en efectivo,
mucho dinero-; que lleva a los
televidentes a arrojar una mirada introspectiva sobre la forma de proceder el
humano cuando, a pesar de ser visto por millones de personas, actúa con suprema
vileza para lograr la meta anhelada. Tal cual como hacen los políticos ante la
audiencia cuando desnudan sus aviesas intenciones bajo slogans que manipulan
los anhelos de dicha del colectivo que escucha, calla y otorga, a sabiendas de
que el ladino únicamente quiere ganar el premio mayor: las arcas del Estado.
Todas las confesiones, así estén solos en apariencia- las cámaras los
captan durante las veinticuatro horas sin tregua- deben hacerlas en voz alta
para que el televidente capte sus intenciones y sepa por dónde atacará al resto
de concursantes.
“Lo que la ‘Tele realidad’ anuncia es la noción de suerte o fatalidad.
Hasta donde usted sabe, la expulsión es un destino inevitable. Es como la
muerte: puede tratar de mantenerla alejada durante un tiempo, pero nada de lo
que intente podrá detenerla cuando finalmente le llega. Así son las cosas y no
se pregunte por qué…”.
En otro párrafo nos obsequia este análisis: “Todos los cuentos morales
actúan sembrando el miedo”. (…) “Los cuentos morales de nuestro tiempo son
ensayos públicos de la muerte. Aldous Huxley se imaginó un Mundo Feliz en el
que los niños eran ‘vacunados’ contra el miedo a la muerte invitándoles a sus
golosinas favoritas mientras se les congregaba ante el lecho de muerte de sus mayores.
Nuestros cuentos morales tratan de vacunarnos contra el miedo a la muerte
banalizando la visión misma de la agonía. Son ensayos generales de la muerte
disfrazados de exclusión social que llevamos a cabo con la esperanza de que
antes de que la muerte llegue en su forma más descarnada nos hayamos habituado
a su banalidad.
Lo referido anteriormente no aplaca mi temor mezclado con horror ante lo
inexorablemente presente en la vida de los humanos que somos los que tenemos
presente desde el nacimiento: la extinción del cuerpo. Y no me satisface lo que
las religiones proclaman en cuanto a que hay vida eterna y todos los demás
adornos.
Lastimosamente hemos crecido en una sociedad que nos prepara a medias para la vida y nos la hace vivir como si la muerte no fuera a presentarse. Solo vivimos pensando en lo tangible: los logros, las aspiraciones, las metas, competir, vencer, tener, poseer mucho, pero nunca recordamos algo tan elemental como la lección de aquella primera clase de biología: "Los seres vivos nacen, crecen, se reproducen y mueren". Este elemental enunciado, grabado en mi mente desde la infancia me ha ayudado a mirar la vida y a afrontar la muerte de mis seres queridos y esperar la mía con una visión diferente y muy humana.
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